9 de septiembre de 2010

Montblanc (2) y Cal Gaya

Cada vez me gusta más el poder disfrutar de una visita guiada a pie por el centro de las poblaciones que tienen algo de historia. Por mucho que pasees, nunca verías los detalles en los que hacen que te fijes y siempre, siempre, aprendes algo (o mucho). Quizá la primera vez que sentí que merecía la pena fue en Cáceres, en el centro histórico. Unos años después, en Toledo. Hoy, como ayer, he vuelto a reafirmarme en mi idea de que no hay dinero mejor invertido que el que te gastes en una visita de este tipo. Da lo mismo si el guía es bueno, malo o regular. Siempre merece la pena. La de hoy, 5 euros, tres horas y cava incluido, no ha sido una excepción.
El guía, Enric, llegó hace 26 años a Montblanc, procedente de Barcelona. Confiesa, que siendo de ciudad ciudad (no ves? Yo no saludaba a nadie por la calle), le costó la adaptación a la vida de un pueblo, que a pesar de tener 7000 habitantes, sigue teniendo esas cosas que nunca pasarían en la ciudad, como que dos familias de pasteleros, vivan unos pendientes de los otros y no hagan sino lo que el otro haga.
Tres horas por el pueblo, dan para mucho y para poco. Un proyecto de catedral que se queda a medias, palacios que parecen casas que necesitan más que un arreglo, un hospital convertido en archivo que esconde un precioso claustro, otra bodega modernista que revela que cada maestrillo tiene su librillo a la hora de realizar el cava, otra iglesia con un precioso artesonado de madera, cómo el pueblo negocia el derrumbe de las casas junto a la muralla para poder mostrarla entera, anécdotas de restauraciones, familias, que solo viviendo en el lugar podrías llegar a conocer.
Después de un vaso de cava y unas avellanas, pienso que menos mal que solo voy a estar en esta zona unos días. Si no, me llevaría el maletero lleno de cada cava, cada vino, cada dulce de cada pueblo al que acabo yendo. Enric, en un aparte y antes de marcharme, me confiesa que San Nicolás de Bari es su preferida por encima de la Catedral, y la envidia sana de que nosotros podemos disfrutar de muchas más cosas que ellos, por las guerras que han tenido, según su versión, mucho más numerosas que las nuestras. Y además, me aconseja que le pida a Ramón que me enseñe las cups, antes de marcharme.

CAL GAYA

Son más de las dos de la tarde cuando acabo la visita y dirijo mis pasos a la pastelería Viñas, donde no puedo resistirme a comprar unas trufas de todos los sabores, a sabiendas de que hay pocas posibilidades de que lleguen sanas, y con un pequeño puntillo por el cava (que por primera vez me gusta y me acabo) cojo el coche camino al restaurante de Ramón: Cal Gaya. En el fondo, y en la superficie, la gente así me da envidia sana. Tienen su casa rural, preciosa Masía donde estoy alojada y donde el precio es el mismo durante todo el año y su restaurante, que abre los fines de semana (sábado y domingo al medio día), con una carta sencilla y un precio más que asequible. Además, tiene ese detalle de redondear a tu favor las vueltas, ponerte una copa de vino si estás sola y entiendes que una botella es mucho para ti y de concertarte una visita a su “modesto” museo del vino, a la hora que tú quieres, el día que te viene bien. Supongo que esta manera de vivir, que si n conocerla a fondo se me antoja relajada, hace que te plantees qué haces de tu vida y hacia donde estás yendo. Seguro que no es todo tan bonito como me lo imagino, pero por de pronto, sonreír es algo que se ve mucho más a menudo que en las ciudades y eso es algo de agradecer.

7 de septiembre de 2010

Barberá de la Conca

Entre los muchos pueblos que hay en la comarca para visitar, decido acercarme a Barberá de la Conca, pueblo que da nombre a la comarca, por el hecho de que en el mapa que me dio Ramón de la zona, hablan de visitas guiadas al castillo de los templarios. Llego con 20 minutos de adelanto, sin saber de dónde salen las visitas, ni haber avisado, ya que siendo una persona sola, “no hace falta”, como me dijeron en la oficina de turismo de Montblanc. El pueblo está en medio del valle, lo que parece una pequeña montaña y sus faldas. En lo más alto, la iglesia y el castillo. Aparco en la parte baja, y sin saber muy bien dónde ir, me encamino hacia el Castillo. El pueblo de callejuelas estrechas y empinadas, te sorprende con arcos en medio de las calles, que forman pasadizos o puentes, soportando casas enormes de vigas de madera. Es fácil imaginarse a gente vestida de regional, el agua sucia de las casas corriendo por las calles, los caballeros templarios paseando a caballo por sus empinadas calles.
No hay indicios de visita guiada, ni de nada que se le parezca. Por suerte, sale una chica de una casa. Rondará los cuarenta y tantos. La pregunto si sabe de dónde salen las visitas. “De la cooperativa”, responde con seguridad. “Pero espera que te lo pregunto”. No entiendo el por qué necesitar una afirmación a lo que ya sabe, pero espero bajo el sol mientras vuelve a casa. “Ramón… las visitas….?”. Vuelve a aparecer. Me indica cómo ir. Estoy en lo más alto del pueblo, tengo que volver a bajar. “Al fondo, a la derecha”. Doy las gracias y echo a andar… en un momento dado, un coche se pone a mi lado, y me sigue unos metros, a mi paso… sigo andando sin hacer caso hasta que vuelvo la cabeza y miro dentro… es la chica de antes, haciendo un gesto con la mano, que indica sube, que te llevo. No pita, solo me sigue hasta que me doy cuenta. Me acerca hasta la Agrobotica (la tienda de la cooperativa agrícola) en su coche y se asegura de que entro bien antes de marcharse.
Dentro, pregunto por las visitas guiadas. María, la dependienta, me regala una sonrisa y me dice que si no he avisado antes, a lo que respondo con una negativa. Me tiende una tarjeta de un alojamiento rural y llamo. Parece que hay tres guías que se van turnando. Al otro lado, una voz vivaracha a la que explico que estoy yo sola, que no hay nadie más. “Pues seremos tú y yo solos”. Quince minutos después, aparece Ramón, el mismo al que antes habían preguntado de dónde salían las visitas. “Yo estoy de vacaciones, pero el oficial no aparece, así que encantado de explicártelo. Qué quieres, ¿la visita general o solo el castillo?”. Él mismo decide que me va a explicar la visita general. Se recrea en la historia del pueblo, van cayendo uno tras otro Jaume I el Conquistador, diversas familias poderosas, los templarios, los hospitalarios, Mendizábal, la Guerra Civil, Sarasola el poeta… pero también el abogado que compró la casa del señor del pueblo, que era gay y mayor y la puso a nombre de su novio, muchos años más joven que él, pero que enfermó y murió y la historia de la herencia; la Señora Nuria, depositaria de la llave de la iglesia, Makoto, japonesa que apareció en bicicleta por el pueblo y nadie sabe muy bien cómo lleva dos meses ayudando a Ester, la dueña del bar y dando masajes estupendos por la voluntad… y vemos la iglesia, y vemos el castillo del siglo XI y la historia de nunca acabar del mismo, y acabamos en la bodega modernista construida por un discípulo de Gaudí, en los desagües del agua sucia, ahora despensa donde se colocan las botellas del cava y una vez fermentada, cada día, durante doce consecutivos, se les da un cuarto de vuelta para poder quitar los posos antes de encorcharlas. Cinco euros y dos horas después, me despido con la promesa de que cuando pasen por Burgos el año que viene, en el tramo del camino de Santiago que les corresponde, les llevaré a comer lechazo o por lo menos, al Patillas. Y a María, que además de atender la tienda y dar la vuelta a las botellas de cava y etiquetarlas, termino comprándola unas ricas botellas de vino blanco y una de “el mejor cava que tenemos”, que seguro que sólo por el cariño con el que habla de ello, tiene que estar espectacular.
Una última vuelta por el pueblo para hacer cuatro fotos con mi tarjeta llena, hace que alguien me cuente que había otro arco tan curioso como el de la casa del abogado, por un lado románico y por el otro gótico, pero que lo tiraron por “viejo”. Y que los tractores se los vendía un tal Julián Alonso, en Lerma, fíjate qué casualidad.
Otra vez, me quedo con la sensación de que tengo que volver. Y otra vez, asumo que igual es la primera pero la última vez que paso por ese precioso pueblo donde la gente se saluda y te cuenta un chascarrillo al pasar a su lado. O quizá no.

MONTBLANC

Como en el mismo folleto de información y turismo indica, en el año 2000, Montblanc y la comarca apuestan por dedicarse al turismo y desde entonces, es la ciudad de la costa dorada de interior más visitada. Planos con rutas entre pueblos y por las montañas, visitas guiadas a los monumentos, a las bodegas modernistas, incluso a la montaña.
El casco antiguo de la ciudad está rodeado por una muralla de altos torreones, que originalmente tenía tres puertas y en la que hoy se abren unas cuantas más, eso sí, menores. De calles estrechas y empedradas, las casas antiguas con dibujos en la fachada, arcos o ventanas góticas se entremezclan con las que no tienen nada de especial y necesitan una mano de pintura. Es una ciudad de detalles. Las plantas en la calle al girar la esquina, una iglesia del siglo trece impresionantemente alta con dos minots a los que están vistiendo después de su viaje a Polonia, una tienda de cerámica dentro de lo que parece una antigua bodega de techo de ladrillo artesano y madera, ferreterías de las de antes, un taller de forja artesanal… Lo antiguo se mezcla con lo moderno pero con el gusto de las cosas bien hechas.
Los abuelos hablan a los nietos en catalán, y los padres a lo hijos. La gente es amable y cuando a su catalán les contestas en castellano, te responden en tu idioma, aunque a veces se les escape y tengas que volver a preguntar, lo que arreglan con una sonrisa, un lo siento, un de donde vienes, qué lejos, te está gustando, pásate por el museo de las costumbres que es bonito y barato…

Prenafeta (I)


A cuatro kilómetros de Montblanc, en la ladera de unas montañas, se encuentra Prenafeta, pueblo donde se acaba la carretera (“menos mal”, como dice Ramón, el dueño de la masía donde me encuentro).

La carretera que te acerca sinuosa hasta el pueblo está flanqueada con verdes viñedos. Estamos en la Conca del Barberá, y aquí también se levanta el cierzo por la tarde. El pueblo parece una suerte de casas dispersadas, siempre rodeadas de grandes jardines adornados con pinos, olivos, cipreses. La forma de las casas se adivina entre las ramas dejando ver su color arcilloso, bien por el acabado que las recubre para adornarlas con dibujos florales (como la flor de Lis), bien por la piedra, que hace recordar a la burgalesa por lo claro de su color.
La Mas (masía en catalán, el idioma que aquí hablan todos, seguramente de toda la vida), se encuentra en la falda de la montaña, al final del pueblo. De ella parte el camino hacia el verdadero pueblo, junto a una calzada romana secundaria, con su iglesia románica y sus casas derruidas, que todavía no he ido a ver. También se sube hasta lo más alto, donde se encuentran las ruinas del castillo del pueblo y ondea la bandera catalana. Parece que Ramón se excusa de que allí se encuentre, explicando que la semana pasada fue la fiesta mayor.

No se oyen coches, solo el murmullo del aire y un perro que ladra triste a lo lejos. El atardecer es espectacular. Sobre las montañas, un amarillo que solo se ve junto al mar. Llueve al sur.

El porqué de este blog

Quizá cogí la costumbre de escribir de vez en cuando, cuando me regalaron, por la primera comunión, un diario. O quizá fue antes. Todavía me acuerdo del librito de poesías que regalé a la Srta. Pili en 3º de EGB.
Sea como fuere, he mantenido la costumbre de, sobre todo durante los viajes, intentar dejar reflejadas mis impresiones.
Aunque no suelo compartirlas, he decidido hacerlo. No espero nada de esto, pero me apetece. Sin más. ¿Podría haber mejor razón que esa para empezarlo?

____________

Casi dos años después y retomado el blog donde lo dejé, va evolucionando, a su aire, de modo que a veces parece un blog de cocina, otras veces un sitio de manualidades, quizá un día encontraréis una recomendación de una película o un buen libro o un lugar para dormir donde la gente es todavía Gente.
El espíritu es el mismo: Disfrutar de lo sencillo que cada día nos ofrece y poner a la vida una sonrisa.